Tras mi propio rastro- Hechizos

sábado, 23 de abril de 2011

Ruido

La tarde no parecía tener fin, el sol había estado calentando ensañado y sin una sola nube que lo estorbara, quemaba los ojos, la piel y las buenas intenciones, pero la calle estaba atestada. Ella había salido sólo lo suficiente para llegar a comprar algunos víveres y volver a casa. La comida no fue nada espectacular, rica, sí, pero tomada frente al ordenador y sobre la cama. Al salir a coger el elevador antes, el perro del piso siete había ladrado sin cesar, aun al llegar a la planta baja se le oía seguir ladrando histérico y sin control; se dijo que más tarde deslizaría una nota concisa y dura bajo la puerta de los descuidados vecinos. El estúpido perro volvió a ladrar al regreso, supuso cuando quiso recordar si lo había hecho. 
Comenzó a preguntarse si la neurosis estaba rebasándola; había un niño en la calle, hacía una simulación de  músico callejero, estaba tirado en la banqueta con un acordeón muy pequeño que sacudía sin conseguir un poco de afinación y berreaba unas palabras que supuestamente iban con lo que sacaba de su aparato atrofiado. Sintió de inmediato absoluto desprecio. Abrió la pesada puerta del edificio. En el departamento quiso comenzar a leer, no habían pasado ni diez palabras cuando el canto afanoso del mocoso comenzó a urdir en su cabeza, imposible concentrarse. Luego de una hora el imbécil sin futuro no dejaba de cantar la misma canción fallida, gritando las partes fáciles de pronunciar alto y dejando las largas y enredosas en la calle. Ahora está pensando en bajar, darle cinco pesos y pedirle que se retire una cuadra, aunque probablemente no va a hacerlo.
Ese eco espantoso de la pobreza descarada subiendo por el aire la horrorizaba, tal vez la solución es vivir en una cueva, aunque las posibilidades son grandes de que los mendigos se tomarán la molestia de pasar a ver si hace falta barrer la entrada.

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