Tras mi propio rastro- Hechizos

jueves, 19 de enero de 2012

Llaves

Reescribiendo la historia, habría tenido que pronunciar -como hablándole a la nada, sentada frente al ordenador en un café, reflejando en mis anteojos páginas sin corregir aun- "el universo me da miedo". 
"El universo me da miedo" -dijo- y era la única frase acertada, aunque había venido de no sabía dónde, en un acto violento. Volteaba a la mesa de novedades, buscaba un libro de tapa dura, guinda, que había visto la última vez de ese lado del rectángulo. No se veía. Corrigió una hoja y salió apresurada de la luz tenue de las mesas hacia los iluminados estantes de libros. Revisó con cuidado el costado izquierdo del aparador. Ningún libro guinda. El resto de los lados tampoco lo albergaban. Dio un vistazo rápido a la sección de Literatura Universal, en la S. Ningún libro guinda. 
Volvió a la mesa y pensó de nuevo en la lista de libros, sólo faltaba La campana de cristal, decía bromeando, después de eso podía suicidarse en paz.
Como si hubiera paz "y no más bien nada" habría tenido que decir entonces, irónica. 
Unas horas después regresó a casa y el timbre sonó, se alegró de recibir visitas inesperadas, acudió sonriente a responder el auricular. Sin sorpresa se percató de que era la portera, anunciando que había cerrado la llave del gas porque su departamento debía tener alguna fuga, ella misma; la portera, había realizado una investigación que lo confirmaba. Parpadeó, seguramente, y volteó a ver el horno. Una de las perillas estaba abierta, abajo de la tetera, silenciosamente perversa. La cerró. Pidió a la portera que reabriera la llave, aun cuando su recibo estaba vencido. 
Su mascota estaba sentada cerca, frustrada y cansada de su existencia, tal vez. Ella siempre ha absorbido mejor la poesía de la vida.

jueves, 12 de enero de 2012

Alarma

Cuando Reiko era cachorra aprendió, en sus horas de soledad y esperanza cuando se quedaba sola en el departamento que compartíamos los tres, que cuando el "beep" particular de la alarma de Jeep sonaba, seis pisos abajo y afuera, nosotros, o al menos él, acababamos de volver. Lo sabíamos porque, como reacción a tal alegría, Reiko comenzaba a chillar y era posible escucharla justo después de que las puertas de la camioneta se habían cerrado y la alarma había sido echada. 
Tres años después, otro departamento y Reiko sigue chillando, expectante, cuando escucha ese sonido, ocho pisos abajo. Se queda esperando junto a la puerta un rato y después vuelve al olvido, siempre de noche; porque en el centro no se escuchan alarmas sino hasta ya entrada la noche y yo, que no puedo dormir y sin la esperanza de que alguien venga de vuelta, también me pongo a chillar.